Sentido(s) en la poesía de Luis de Góngora
Albert Jornet Somoza, Universitat Pompeu Fabra
Cómo se cita este artículo
Jornet Somoza, Albert (2014). «Sentido(s) en la poesía de Luis de Góngora». SENSIGLORO. Sentido(s) de la Literatura del Siglo de Oro. Monografía 6. Disponible en: <http://sensigloro.weebly.com/>. [Acceso el XX/XX/XXXX]. I.S.S.N.: 2603-5960
Jornet Somoza, Albert (2014). «Sentido(s) en la poesía de Luis de Góngora». SENSIGLORO. Sentido(s) de la Literatura del Siglo de Oro. Monografía 6. Disponible en: <http://sensigloro.weebly.com/>. [Acceso el XX/XX/XXXX]. I.S.S.N.: 2603-5960
La obra poética de Luis de Góngora y Argote (Córdoba,
1561-1627) es sin duda una de las que más entusiasmos y animadversiones ha
provocado a lo largo de sus cuatro siglos de recepción en la historia de las
letras hispánicas. Ninguna como la suya ha logrado labrarse tan elevado número
de apologías, imitaciones, estudios críticos, “comentarios”, homenajes y
recreaciones, ni ha sabido a la vez despertar tantas antipatías y virulentas
embestidas. Las causas de ello deben buscarse en la radicalidad de sus
presupuestos estéticos y en la originalidad de su lirismo, que ya en su época
fueron percibidos como una propuesta novedosa y estimulante. Aun así, la poesía
de don Luis de Góngora no deja de responder a las circunstancias de ese siglo
tan políticamente convulso como culturalmente fecundo que la historiografía
española ha dado en llamar nuestro Siglo de Oro.
1. Contexto histórico-literario: Góngora y su tiempo
La vida de Góngora transcurre bajo los reinados de los tres
Felipes de la Casa de Austria y su biografía personal parece secretamente
ligada a la del mismo Imperio español que, como sabemos, con la entrada al
siglo XVII asistiría a un gradual declive y a su posterior desintegración. Si
Felipe II (1556-1598) había logrado ampliar las colonias americanas legadas por
su padre –Carlos V–, así como anexar la corona de Portugal, imponiéndose como
la primera potencia militar y económica del nuevo orden mundial, la llegada al
trono de Felipe III (1598-1621) será el punto de partida de una creciente
desestabilización tanto en las relaciones internacionales como en la política
interior. Las crisis diplomáticas con Inglaterra, los Países Bajos o el
Milanesado no son más que la antesala del desmoronamiento que se producirá con
Felipe IV (1621-1665), mientras que empieza a hacerse evidente la incapacidad
por controlar la totalidad de las colonias en el Imperio donde nunca se ponía
el sol. Todo ello tendrá su correlato interno en las dificultades económicas
que azotarán el país, en las distintas epidemias como la peste, el cólera y el
tifus que devastarán el continente, y en la mala gestión de una burocracia
aristocrática cada vez más hipertrofiada que acabará por debilitar la propia
institución nobiliaria, pese al surgimiento de una figura fundamental como es
la del valido (el puesto de mayor confianza del monarca). Como consecuencia,
las instancias políticas de la península potenciarán el uso propagandístico de
las artes literarias, escénicas y pictóricas para legitimar su propio poder en
mengua, en lo que Antonio Maravall (1980: 129-306) definió como la aparición de
una nueva cultura urbana, masiva y dirigida: la “cultura del Barroco”.
Sin embargo, este auge del arte y la literatura en todas las cortes españolas debe entenderse dentro de un proceso de configuración social que lo comprende y que es la característica más relevante del nuevo ámbito intelectual barroco, a saber, la diversificación del sistema literario o, según algunos críticos (Blanco, 2004a: 220-225; Gutiérrez, 2005; García Aguilar, 2008), el surgimiento del primer “campo literario” (concepto proveniente de la sociología de Pierre Bourdieu). Esto quiere decir que, en contraposición con la Edad Media y debido a múltiples factores, a finales del siglo XVI lo literario logra, por un lado, consolidar cierta autonomía sobre el poder político y religioso y, por el otro, se dibuja una realidad social más heterogénea para la producción, difusión y recepción de sus discursos. Lo primero se alcanzará mediante la difusión de ideas heredadas del Renacimiento italiano por parte de humanistas, gramáticos y eruditos –una nueva capa social de hombres de letras potenciada por el crecimiento de las universidades– que legitimarán el valor y necesidad de la poesía para la sociedad y para el buen gobernante, como demuestran textos como el “Discurso en alabanza de la poesía” (1591-1594), de Gaspar de Aguilar, la “Cuestión sobre el honor debido a la poesía” (1602), de Lope de Vega o el “Compendio apologético en alabanza de la poesía” (1604), de Bernardo de Balbuena (cfr. Porqueras Mayo, 1986). La existencia de este nuevo sector social cultivado y apasionado por la poesía, que se reflejará en la creación de las academias literarias –primeras instituciones autónomas del campo artístico–, es lo que permitirá a Góngora escribir y hacer públicos poemas como La fábula de Polifemo y Galatea (1612) o las Soledades (1613), extensos textos que, como veremos, requieren de una elevadísima competencia lingüística y cultural por parte del lector, al alcance sólo de personas altamente instruidas. Y fueron precisamente estas personas las que, cuando empezaron a circular ambos poemas gongorinos, se encargaron de opinar públicamente sobre ellos, ya fuera condenándolos por obscuros, confusos y vacuos, como es el caso del famoso Antídoto contra la pestilente poesía de las Soledades (1615), de Juan de Jáuregui –o algunos poemas de Lope y Quevedo, entre otros–, ya fuera para defenderlos precisamente de estos ataques, en cartas o “pareceres” como los de Pedro de Valencia (1613) o el Abad de Rute (1614), en prosas como la Apología en favor de don Luis de Góngora (1627) de Martínez Portichuelo o las Annotaciones y defensas a la primera «Soledad» (1615-1627) de Díaz de Rivas, o en enteros volúmenes de crítica literaria como los “comentarios” a las obras del poeta cordobés por parte de José Pellicer, Salcedo Coronel o Salazar Madrones. Todos estos textos, junto con muchos otros, de muy variada condición y género –que pueden consultarse en el minucioso catálogo que realizó Robert Jammes para su edición de las Soledades ([S]: 605-719)–, conforman la denominada polémica gongorina o cultista, el primer episodio importante de una polémica literaria en España, junto con la polémica teatral sobre el Arte nuevo de hacer comedias de Lope de Vega.
Por otro lado, como hemos señalado, a lo largo del siglo XVI los espacios sociales de difusión y recepción de la literatura se verán ensanchados y diversificados, debido esencialmente al perfeccionamiento de los métodos de impresión –que permitirá la elaboración de tiradas superiores al millar de ejemplares– y al consecuente nacimiento de una proto-industria librera. A las antiguas formas de difusión, mayormente manuscritas u orales, que subsistirán aún a lo largo del siglo, habrá que añadir ahora la reproducción y venta de libros impresos y de pliegos sueltos. Lejos de suponer un mero avance tecnológico, esta nueva fisionomía mercantil de lo literario traerá consigo la aparición de un nuevo agente social, el público, y de nuevos criterios de consumo, el gusto, desconocidos hasta la fecha tanto por los autores medievales como renacentistas, con cuyos receptores compartían el espacio físico de la corte. A finales del siglo XVI los escritores toman consciencia de que pueden dirigirse a un gran número de lectores y de variado perfil social, e igualmente se dan cuenta de que este nuevo público, anónimo y heterogéneo por definición, no se preocupa por los rígidos preceptos clasicistas que encorsetaban el pensamiento literario del momento, sino que impone el deleite, la diversión o la fantasía por encima de la verosimilitud, el provecho o el decoro de las teorías aristotélicas y la tópica horaciana. Como indica Pedro Ruiz Pérez (1998: 196):
Sin embargo, este auge del arte y la literatura en todas las cortes españolas debe entenderse dentro de un proceso de configuración social que lo comprende y que es la característica más relevante del nuevo ámbito intelectual barroco, a saber, la diversificación del sistema literario o, según algunos críticos (Blanco, 2004a: 220-225; Gutiérrez, 2005; García Aguilar, 2008), el surgimiento del primer “campo literario” (concepto proveniente de la sociología de Pierre Bourdieu). Esto quiere decir que, en contraposición con la Edad Media y debido a múltiples factores, a finales del siglo XVI lo literario logra, por un lado, consolidar cierta autonomía sobre el poder político y religioso y, por el otro, se dibuja una realidad social más heterogénea para la producción, difusión y recepción de sus discursos. Lo primero se alcanzará mediante la difusión de ideas heredadas del Renacimiento italiano por parte de humanistas, gramáticos y eruditos –una nueva capa social de hombres de letras potenciada por el crecimiento de las universidades– que legitimarán el valor y necesidad de la poesía para la sociedad y para el buen gobernante, como demuestran textos como el “Discurso en alabanza de la poesía” (1591-1594), de Gaspar de Aguilar, la “Cuestión sobre el honor debido a la poesía” (1602), de Lope de Vega o el “Compendio apologético en alabanza de la poesía” (1604), de Bernardo de Balbuena (cfr. Porqueras Mayo, 1986). La existencia de este nuevo sector social cultivado y apasionado por la poesía, que se reflejará en la creación de las academias literarias –primeras instituciones autónomas del campo artístico–, es lo que permitirá a Góngora escribir y hacer públicos poemas como La fábula de Polifemo y Galatea (1612) o las Soledades (1613), extensos textos que, como veremos, requieren de una elevadísima competencia lingüística y cultural por parte del lector, al alcance sólo de personas altamente instruidas. Y fueron precisamente estas personas las que, cuando empezaron a circular ambos poemas gongorinos, se encargaron de opinar públicamente sobre ellos, ya fuera condenándolos por obscuros, confusos y vacuos, como es el caso del famoso Antídoto contra la pestilente poesía de las Soledades (1615), de Juan de Jáuregui –o algunos poemas de Lope y Quevedo, entre otros–, ya fuera para defenderlos precisamente de estos ataques, en cartas o “pareceres” como los de Pedro de Valencia (1613) o el Abad de Rute (1614), en prosas como la Apología en favor de don Luis de Góngora (1627) de Martínez Portichuelo o las Annotaciones y defensas a la primera «Soledad» (1615-1627) de Díaz de Rivas, o en enteros volúmenes de crítica literaria como los “comentarios” a las obras del poeta cordobés por parte de José Pellicer, Salcedo Coronel o Salazar Madrones. Todos estos textos, junto con muchos otros, de muy variada condición y género –que pueden consultarse en el minucioso catálogo que realizó Robert Jammes para su edición de las Soledades ([S]: 605-719)–, conforman la denominada polémica gongorina o cultista, el primer episodio importante de una polémica literaria en España, junto con la polémica teatral sobre el Arte nuevo de hacer comedias de Lope de Vega.
Por otro lado, como hemos señalado, a lo largo del siglo XVI los espacios sociales de difusión y recepción de la literatura se verán ensanchados y diversificados, debido esencialmente al perfeccionamiento de los métodos de impresión –que permitirá la elaboración de tiradas superiores al millar de ejemplares– y al consecuente nacimiento de una proto-industria librera. A las antiguas formas de difusión, mayormente manuscritas u orales, que subsistirán aún a lo largo del siglo, habrá que añadir ahora la reproducción y venta de libros impresos y de pliegos sueltos. Lejos de suponer un mero avance tecnológico, esta nueva fisionomía mercantil de lo literario traerá consigo la aparición de un nuevo agente social, el público, y de nuevos criterios de consumo, el gusto, desconocidos hasta la fecha tanto por los autores medievales como renacentistas, con cuyos receptores compartían el espacio físico de la corte. A finales del siglo XVI los escritores toman consciencia de que pueden dirigirse a un gran número de lectores y de variado perfil social, e igualmente se dan cuenta de que este nuevo público, anónimo y heterogéneo por definición, no se preocupa por los rígidos preceptos clasicistas que encorsetaban el pensamiento literario del momento, sino que impone el deleite, la diversión o la fantasía por encima de la verosimilitud, el provecho o el decoro de las teorías aristotélicas y la tópica horaciana. Como indica Pedro Ruiz Pérez (1998: 196):
asistimos […] a la ampliación y, sobre todo, la progresiva heterogeneidad del público, que ya nada tiene que ver con el compacto y culto círculo cortesano en el que y para el que nacían la mayor parte de los discursos renacentistas, […] dejando sin validez los modelos discursivos precedentes ante la creciente presión de un público consumidor que pasa de la mala conciencia a la fruición.
Este factor será sin
duda un verdadero acicate para que los autores barrocos busquen nuevas fórmulas
expresivas alejados de las constricciones clasicistas, y contribuirá de manera
decisiva en la proliferación de nuevos géneros narrativos –entre ellos el de la
novela moderna cervantina– y de poesía de temática y metros populares como las
letrillas y los romances, formas estróficas que se convertirán en una auténtica
moda finisecular del quinientos, y que, como apuntaría el prologuista del Romancero general de 1604, Francisco
López, “no lleva[n] el cuidado de las imitaciones y adornos de
los antiguos, tiene[n] en ella[s] el artificio y rigor poca parte, y mucha el
movimiento del ingenio elevado” (en Porqueras Mayo, 1986: 57). Tuvo Luis de
Góngora un papel destacado en esta boga romanceril pues cultivó, de nuevo junto
con Lope de Vega, los primeros romances “nuevos” –moriscos, pastoriles,
piscatorios y satírico-burlescos– que serán rápidamente recitados, musicados y
difundidos en pliegos sueltos y colecciones generando una verdadera oleada de
imitaciones.
Por tanto, si hemos visto que, por un lado, ningún escritor logrará llevar la poesía culta hasta el extremo en que lo hará el poeta cordobés, interpelando así a los círculos cultivados y obligándoles a interpretar, comentar y debatir su poesía, por otro lado, su pluma sabrá igualmente buscarse el favor del público más general con historias exóticas, relatos amorosos y poemas picantes e hilarantes. En la encrucijada de la que parte su creación lírica, pues, confluyen la tradición petrarquista erosionada por los años de repetida imitación, la poesía neoestoica que arranca en España con Fray Luis de León, la búsqueda de una poesía hiperculturalista que haga las delicias del lector instruido, el zambullido en la fuente popular para goce y regocijo del incipiente público y la práctica de una poesía epidíctica o de circunstancias que logre ganarse el favor de nobles y mecenas. Esta multiplicidad de voces, modelos y géneros, íntimamente relacionados con el propio sistema literario al que pertenece Góngora, hará de él, como de Cervantes, Lope, Quevedo o cualquier gran escritor barroco, un autor “polifónico, y no sólo en el sentido de utilizar metros tradicionales e italianos […], sino en el de aceptar todo tipo de inspiración y abrirse a las posibilidades que ello acarreaba en todos los terrenos” (Jauralde Pou, 1993: 156).
Esta diversidad fecunda de la vena gongorina, y su radical asunción en cada una de sus propuestas, será la que, si bien le dio en su día la fama de ser el mayor de los ingenios españoles, también provocaría uno de los tópicos más tristes de la historiografía literaria española al presentarlo como un escritor escindido y desigual, según la fórmula que acuñó Francisco Cascales ([1634] 1930: 218) cuando escribió en sus Cartas filológicas que con su poesía cultista, Góngora, “de príncipe de la luz se ha[bía] hecho príncipe de las tinieblas”. Esta idea, que sataniza a Góngora por metáfora bíblica –la referencia es a Lucifer en Isaías, XVI, 12–, iba a condenar al poeta cordobés en los siglos venideros como viva imagen de la perversión y vicios barrocos de los que la poética neoclásica del siglo dieciocho se presentaría como rotunda enemiga. La comparación luciferina será sostenida hasta en el siglo XIX por el pater familias de la historiografía literaria española, Marcelino Menéndez Pelayo ([1883] 1974: 803), y habrá que esperar a la recuperación del Góngora culterano por parte de algunos hispanistas del siglo XX –Reyes, Artigas, Foulché-Delbosc, etc.– y en especial por parte de los integrantes de la denominada generación lírica del 27 –Dámaso Alonso, Lorca, Alberti, Guillén, Diego, Salinas, etc.–, que descubrieron precisamente en la poesía cultista del cordobés una libertad creadora y una capacidad de producir intensas imágenes poéticas muy cercanas a su sensibilidad.
Por tanto, si hemos visto que, por un lado, ningún escritor logrará llevar la poesía culta hasta el extremo en que lo hará el poeta cordobés, interpelando así a los círculos cultivados y obligándoles a interpretar, comentar y debatir su poesía, por otro lado, su pluma sabrá igualmente buscarse el favor del público más general con historias exóticas, relatos amorosos y poemas picantes e hilarantes. En la encrucijada de la que parte su creación lírica, pues, confluyen la tradición petrarquista erosionada por los años de repetida imitación, la poesía neoestoica que arranca en España con Fray Luis de León, la búsqueda de una poesía hiperculturalista que haga las delicias del lector instruido, el zambullido en la fuente popular para goce y regocijo del incipiente público y la práctica de una poesía epidíctica o de circunstancias que logre ganarse el favor de nobles y mecenas. Esta multiplicidad de voces, modelos y géneros, íntimamente relacionados con el propio sistema literario al que pertenece Góngora, hará de él, como de Cervantes, Lope, Quevedo o cualquier gran escritor barroco, un autor “polifónico, y no sólo en el sentido de utilizar metros tradicionales e italianos […], sino en el de aceptar todo tipo de inspiración y abrirse a las posibilidades que ello acarreaba en todos los terrenos” (Jauralde Pou, 1993: 156).
Esta diversidad fecunda de la vena gongorina, y su radical asunción en cada una de sus propuestas, será la que, si bien le dio en su día la fama de ser el mayor de los ingenios españoles, también provocaría uno de los tópicos más tristes de la historiografía literaria española al presentarlo como un escritor escindido y desigual, según la fórmula que acuñó Francisco Cascales ([1634] 1930: 218) cuando escribió en sus Cartas filológicas que con su poesía cultista, Góngora, “de príncipe de la luz se ha[bía] hecho príncipe de las tinieblas”. Esta idea, que sataniza a Góngora por metáfora bíblica –la referencia es a Lucifer en Isaías, XVI, 12–, iba a condenar al poeta cordobés en los siglos venideros como viva imagen de la perversión y vicios barrocos de los que la poética neoclásica del siglo dieciocho se presentaría como rotunda enemiga. La comparación luciferina será sostenida hasta en el siglo XIX por el pater familias de la historiografía literaria española, Marcelino Menéndez Pelayo ([1883] 1974: 803), y habrá que esperar a la recuperación del Góngora culterano por parte de algunos hispanistas del siglo XX –Reyes, Artigas, Foulché-Delbosc, etc.– y en especial por parte de los integrantes de la denominada generación lírica del 27 –Dámaso Alonso, Lorca, Alberti, Guillén, Diego, Salinas, etc.–, que descubrieron precisamente en la poesía cultista del cordobés una libertad creadora y una capacidad de producir intensas imágenes poéticas muy cercanas a su sensibilidad.
2. Trayectoria vital
Si hemos señalado
anteriormente que la biografía de Luis de Góngora estaba secretamente ligada
con el destino del Imperio español es porque su poesía sería ampliamente
reconocida tanto en Europa como en las colonias americanas y porque, en su vida,
el encontronazo con una nobleza desestabilizada y la vida mundana de las cortes
también irían a causarle, entrado ya en edad provecta, las mayores
frustraciones y estragos económicos.
Luis de Argote y Góngora nació en Córdoba el 11 de julio de 1561, año en que Felipe II trasladó la Corte de Toledo a Madrid. Hijo de familia hidalga del país vasco-navarro, estudió en la Facultad de Cánones de Salamanca, desde 1577 hasta 1581, con rentas heredadas de su tío materno, Francisco de Góngora, para las cuales tuvo que recibir órdenes menores. En ella empezó a labrarse ya una reputación de escritor talentoso y vio cómo se publicaba su primer poema, una composición laudatoria en rimas esdrújulas, al frente de la traducción por parte de Luis de Tapia (1580) de Os Lusíadas, de Luis de Camões. En 1585, el mismo año en que Cervantes lo elogia ya como “vivo raro ingenio sin segundo” en La Galatea, Luis de Góngora –que adopta el apellido materno para poder heredar– es ordenado diácono y toma posesión de la ración de su tío en el cabildo de la catedral de Córdoba, de la que ocupará diversos cargos a lo largo de su vida. En los próximos años realiza varios viajes a la Corte, en Madrid y en Valladolid –donde es trasladada desde 1601 a 1606–, y aprovecha para entrar en contacto con el mundo literario cortesano, mientras sus poemas, recogidos en diversos cancioneros y romanceros, así como en la prestigiosa Primera parte de Flores de poetas ilustres de España (1605) de Pedro Espinosa, siguen agrandando su fama por sus composiciones de raíz petrarquista y por sus versos de tintes populares y burlescos –que en 1588, junto con otras acusaciones como no asistir al coro, hablar durante las liturgias eclesiásticas, o frecuentar comediantes, le costarían una amonestación del obispo de Córdoba y cuatro ducados de multa.
Luis de Argote y Góngora nació en Córdoba el 11 de julio de 1561, año en que Felipe II trasladó la Corte de Toledo a Madrid. Hijo de familia hidalga del país vasco-navarro, estudió en la Facultad de Cánones de Salamanca, desde 1577 hasta 1581, con rentas heredadas de su tío materno, Francisco de Góngora, para las cuales tuvo que recibir órdenes menores. En ella empezó a labrarse ya una reputación de escritor talentoso y vio cómo se publicaba su primer poema, una composición laudatoria en rimas esdrújulas, al frente de la traducción por parte de Luis de Tapia (1580) de Os Lusíadas, de Luis de Camões. En 1585, el mismo año en que Cervantes lo elogia ya como “vivo raro ingenio sin segundo” en La Galatea, Luis de Góngora –que adopta el apellido materno para poder heredar– es ordenado diácono y toma posesión de la ración de su tío en el cabildo de la catedral de Córdoba, de la que ocupará diversos cargos a lo largo de su vida. En los próximos años realiza varios viajes a la Corte, en Madrid y en Valladolid –donde es trasladada desde 1601 a 1606–, y aprovecha para entrar en contacto con el mundo literario cortesano, mientras sus poemas, recogidos en diversos cancioneros y romanceros, así como en la prestigiosa Primera parte de Flores de poetas ilustres de España (1605) de Pedro Espinosa, siguen agrandando su fama por sus composiciones de raíz petrarquista y por sus versos de tintes populares y burlescos –que en 1588, junto con otras acusaciones como no asistir al coro, hablar durante las liturgias eclesiásticas, o frecuentar comediantes, le costarían una amonestación del obispo de Córdoba y cuatro ducados de multa.
En los primeros años del siglo entrante don Luis intenta ganarse el favor de varios grandes de España, como el Marqués de Ayamonte, el Conde de Niebla o el Conde de Lemos, con quienes reside a veces por temporadas espaciosas, y en 1612 y 1613 escribe y da a conocer, como hemos señalado, sus Polifemo y Soledades, que iban a propiciar la escandalosa polémica gongorina, haciendo que su nombre resuene por cada rincón literario de Madrid y Andalucía y ganándose indisimulados detractores y fieles seguidores a partes iguales por su estilo novedoso, condensado y difícil. A partir de entonces, el nombre de Góngora –y el marbete estilístico de “gongorino”– quedará vinculado a esta faceta de su obra literaria. En 1617, ya sea por afanes personales, ya sea para poder legar a sus sobrinos las herencias que en su día él había recibido, don Luis emprende la carrera cortesana y lo hace escribiendo el Panegírico al Duque de Lerma –el Duque era, a la sazón, el valido de Felipe III–, su obra más ambiciosa en el género epidíctico-laudatorio, escrita en su nuevo estilo culterano, y abandonada en el verso 632, pues al parecer el Duque declaró no entenderla. Aun así, ese mismo año don Luis lograría la capellanía real y sería ordenado sacerdote, pero las míseras rentas que ésta proporcionaba y las costosas condiciones de vida de la Corte, sumieron al poeta en un estado de dificultad económica que no haría más que empeorar en los siguientes ocho años. El epistolario del cordobés, editado por Antonio Carreira en el segundo volumen de sus Obras completas (2008), atestigua ese período de su vida y está impregnado de hambre, soledad y amargura entre quejas por la frivolidad cortesana y súplicas de compasión a sus acreedores.
Por otro lado, su obra poética se llenará, en estos
últimos años, de poemas de circunstancias –no todos, por ello, desestimables–
en motivo de fiestas, justas poéticas, eventos religiosos, cacerías o
matrimonios reales, e incluso de poemas por encargo, sin mucha novedad respecto
a su anterior producción más que la Fábula
de Píramo y Tisbe (1618), romance en el que el poeta asentaría las bases
para un género “jocoserio”, el epilio burlesco, que ya había ensayado
anteriormente con romances sobre Hero y Leandro –“Arrojóse el mancebito” (1589) y
“Aunque entiendo poco griego” (1610)– y sobre los mismos Píramo y Tisbe –“De
Píramo y Tisbe quiero” (1604)–. Cabe señalar también algunos sonetos memorables
de circunstancias en las que el poeta no deja pasar la ocasión de componer
conceptuosas composiciones –“Prisión del nácar era, articulado” (1620), “Hurtas
mi vulto, y cuanto más le debe” (1620)– y otros dos sonetos en el que Góngora
tocó la cuerda estoica y figuran entre los mejores poemas sobre la vejez y la
fugacidad de la vida del siglo –“En este occidental, en este, oh Licio” (1623),
“Menos solicitó veloz saeta” (1623). De esta época cortesana da cuenta el
famoso retrato que le realizara Diego de Velázquez (1622)
por indicación de su suegro Francisco Pacheco.
Don Luis intenta en 1625 recopilar sus obras completas para editarlas en un costoso manuscrito con don Antonio Chacón , Señor de Polvoranca, con la intención de ofrecerlas al nuevo valido, el Conde-Duque de Olivares, pero la empresa resulta frustrada, y tras dos años de situación desesperada en Madrid, en 1626 sufre un ataque cerebral al cual acuden los médicos de la reina. En un momento de estabilidad, el poeta consigue volver a su Córdoba natal para fallecer el 23 de mayo de 1627. Sus obras serán publicadas en diciembre del mismo año por Juan López de Vicuña en una edición no autorizada y prohibida por la Inquisición. A partir de 1633 volverán a imprimirse –por Gonzalo de Hoces–, esta vez con licencia, para no dejar de editarse durante todo el siglo.
Don Luis intenta en 1625 recopilar sus obras completas para editarlas en un costoso manuscrito con don Antonio Chacón , Señor de Polvoranca, con la intención de ofrecerlas al nuevo valido, el Conde-Duque de Olivares, pero la empresa resulta frustrada, y tras dos años de situación desesperada en Madrid, en 1626 sufre un ataque cerebral al cual acuden los médicos de la reina. En un momento de estabilidad, el poeta consigue volver a su Córdoba natal para fallecer el 23 de mayo de 1627. Sus obras serán publicadas en diciembre del mismo año por Juan López de Vicuña en una edición no autorizada y prohibida por la Inquisición. A partir de 1633 volverán a imprimirse –por Gonzalo de Hoces–, esta vez con licencia, para no dejar de editarse durante todo el siglo.
3. Góngora, poeta de los sentidos
Como hemos apuntado anteriormente, en Góngora se
reúnen muy distintas intenciones estéticas en una misma búsqueda de
posibilidades expresivas. Esto es, en efecto, lo que unifica la poesía del
cordobés: la constante investigación sobre la expresividad del lenguaje. Y esta
búsqueda se caracteriza en todo caso por un alejamiento tanto del manido idealismo
petrarquista imperante en la época como de la tradición místico-religiosa
cristiana para centrar su objeto en la realidad material, en los elementos
corpóreos del mundo. Para ello, Góngora realizará un giro cartesiano sobre la
teoría mimética renacentista: si, según ésta, el poeta debía partir de la cosa
representada (res) para lograr que
las palabras (verba) la reflejaran
adecuadamente (decorum), a él lo que
le interesará será reflejar la intensidad sensorial de la percepción subjetiva
mediante un lenguaje que transforma la realidad representada. Podemos decir que
si con Descartes el centro epistemológico de la filosofía pasaba a ser el
sujeto pensante (cogito) para Góngora
el lenguaje expresivo del sujeto de la percepción se superpondrá a la
representación objetiva o pretendidamente neutral de la realidad. De ahí que
los grandes gongoristas del siglo XX hayan destacado el “halago de los
sentidos” (Alonso, 1982: 75) que proporciona su poesía o que lo hayan
reconocido como “el poeta de los sentidos” (Orozco, 1984: 57), y también que se
haya debatido muchísimo sobre su peculiar “realismo” o su “antirrealismo”, así
como de la estilización, exaltación o intensificación de la realidad que éste
propone (cfr. Martín Morán, 1999: 862-863). Para hablar de ello, tenemos que
atender ante todo a su poesía culta, desde sus juveniles escarceos
petrarquistas hasta la creación de sus poemas mayores, en la que sin duda
predominarán los sentidos de la visión y el oído.
3.1. Captación y transformación de la realidad en la poesía culta de Góngora
La poesía culta de don Luis no pretende resignarse a la
imitación de los modelos clásicos sino exceder y superar a cuantos autores
griegos, latinos e italianos poblaban el canon en el siglo XVI, pero
sirviéndose de ellos como modelos. Para encauzarse en esta tradición culta,
Góngora se sirve de una metáfora convencional para aludir a la propia tarea del
poeta: la analogía con la música, que tiene su origen en el mito de Orfeo y en
la iconografía de Apolo y las musas en el monte Parnaso. Es una costumbre del
poeta referirse a su propio “canto” en la sinécdoque de la “trompa” y de la
“lira”, con lo que éste remite a la teoría clasicista de los géneros y sitúa
sus poemas, respectivamente, en la tradición épica o en la poesía amorosa de raíz
petrarquista-garcilasiana. Leemos, por ejemplo: “Suene la trompa bélica” (v.1),
en el primero de sus poemas publicados, o “pues que ya aspira / a trompa
militar mi tosca lira” (vv. 86-87, “De la armada que fue a Inglaterra”, 1588)
o, en el incipit del Panegírico al Duque de Lerma (vv. 1-5,
1617):
|
Si arrebatado merecí algún día |
Por tanto, para situar su propia poesía dentro de la
tradición culta y reclamar su dignidad, el cordobés recurre a la evocación
sonora de la lira (suave, amorosa) y de la trompa (majestuosa, militar). En lo
que a la trompa se refiere, hay que recordar que los instrumentos de viento
ganaron en presencia dentro de la orquestación barroca del seiscientos para
dotar precisamente de hieratismo y gravedad a la música áulica, como se puede
observar en la apertura de la célebre “Music for the Funeral of Queen Mary” [Z
860], del compositor británico Henry Purcell
–que sería utilizada en el siglo XX por Stanley Kubrick para dar comienzo a su
película La naranja mecánica.
Otra característica relacionada con la música de este corpus de poemas gongorinos es el uso de versos de arte mayor –generalmente endecasílabos–, con la solemne cadencia y ritmo pausado que éstos le confieren a la musicalidad del poema, y que el cordobés sabrá explorar como pocos –como puede observarse en las recitaciones de Rafael Taibo. Igualmente, cabe mencionar el empleo de estrofas de la tradición culta, entre las que destacan el soneto y la décima, para poemas breves, mientras que para las composiciones de más largo aliento les reserva las canciones de estancias –“Qué de invidiosos montes levantados” (1600), “De la toma de Larache” (1610)–, las octavas reales –el Panegírico y el Polifemo, entre otros– los tercetos encadenados –“Mal haya el que en señores idolatra” (1609)– y finalmente la silva, en la que escribió sus Soledades. Por tanto, el sentido auditivo está intrínsecamente presente en las composiciones cultas de Góngora, tanto en la metarrepresentación del quehacer del poeta a través de la evocación de instrumentos musicales, como en la condición de sus versos y en los moldes estróficos utilizados. Sin embargo, si el uso del endecasílabo a partir de Garcilaso había buscado una prosodia propia al castellano y un ritmo suave y continuado, el lenguaje gongorino tenderá a romper la melodía del verso a través de una sintaxis desnaturalizada por el uso sistemático del hipérbaton y por la presencia de encabalgamientos abruptos. Aún así, muchos de sus sonetos fueron en su día recitados, musicados y cantados (cfr. Querol Gavaldá, 1975), e incluso lo serán por compositores contemporáneos, como el “Soneto a Córdoba”, por Manuel de Falla.
Pero,
sin duda, el sentido que más abunda en la poesía culta gongorina es la visión.
La descripción y recreación de lo visual alcanza en su obra una presencia tan
desequilibrante que “todo, o casi todo, adquiere en el poema gongorino calidad
ocular: un mundo celebrado por los ojos” (Sánchez Robayna, 1993: 45). Ya desde
sus primeras composiciones petrarquizantes, el cordobés mostró su apego a las
formas, colores y todo tipo de matices visuales, y sus poemas se convirtieron,
más que en la repetición sentimental de un sujeto lírico que “andaba algo
maltrecho, gastado por varios siglos de falacias amorosas” (Micó, 2001: 65), en
la reformulación preciosista o estilizada de la tópica renacentista. Así, por
ejemplo, encontramos uno de sus sonetos juveniles, que es a la vez continuación
y deformación del petrarquismo más convencional, y que arranca con: “Mientras
por competir con tu cabello” (1582). En sus dos cuartetos, Góngora parte de las
metáforas lexicalizadas por la tradición poética de la descriptio puellae, personificando los elementos naturales en una
pugna por la primacía del color contra la figura femenina, en la que el oro/sol envidia la luminosidad del cabello de la dama, el lilio su frente, el clavel sus labios, y el cristal su cuello. El
primer terceto establece una recolección de estos elementos diseminados en los
cuartetos, mediante versos paralelísticos (vv. 9 y 11), y confirma la condición
superior de la joven, elevada a ídolo natural por la contemplación de sus
convencionales cualidades cromáticas. Pero el primer verso del segundo terceto
anticipa, mediante la alusión metonímica a la “plata” y la “víola troncada” en
que quedarán todos estos elementos convertidos –es decir, el color cano de la
vejez, y el negro de la muerte–, la devastación a la que está destinada la
joven y cuyo correlato se plasma en el rotundo verso final, en el cual “toda la
imaginería colorista se derrumba y aniquila” (Alonso, 1984: 407) en una
escalofriante gradación nihilista. El tópico horaciano del carpe diem es aquí convertido en un despiadado memento mori, que no
rehúye la representación del lento e inexorable confinamiento hacia el vacío.
Por su juego entre tradición e innovación, por su vigor expresivo, su pathos retórico y su paleta cromática,
este poema del cordobés nos recuerda a la pintura tenebrista y enérgica de
cuadros como el “Triunfo de San Agustín” (de Claudio Coello) o la “Santísima Trinidad” (de José de Ribera), en los que el motivo clásico da lugar a una reformulación
violenta y colorista –con los tradicionales azules, dorados y rojos como
protagonistas–, que se recrea en la presentación de los cuerpos palpables.
La misma
coloración de dorados (“luciente”, “oro”, “dorado” “metal”, “latón”), blancos
(“cristales”, “marfil”, “nieve”) y rojos (“sangre”, “púrpura”, “claveles”,
“aurora”) la encontramos en las metáforas lexicalizadas del soneto “Prisión del
nácar era, articulado” (1620), en el que, ya conformado el estilo cultista de
Góngora, el poeta eleva a categoría estética un minúsculo incidente cotidiano
como es el hecho de que Clori, la protagonista del poema, se clave un alfiler
al quitarse una sortija del dedo –sólo comparable en pintura, a la
dignificación de lo humilde en los bodegones de Zurbarán o de Juan Sánchez Cotán. La transformación de la realidad mediante el lenguaje poético convierte este
pequeño acto en una viva tragedia por exaltación de los sentidos y por la
amplificación final en que compara la sangre derramada con “claveles”
deshojados por la “Aurora”. Como habíamos apuntado, lo que importa no será ya
la acción descrita –que es mínima– sino la intensificación sensitiva mediante
la imagen poética, centrada siempre en elementos cromáticos y sus relaciones.
El poema
“Cosas, Celalba mía, he visto extrañas:” (1596), es otro de los sonetos
vertebrados por el sentido visual en la poesía de Góngora y, en éste, el primer
verso da pie a que el sujeto lírico, presentado como testimonio ocular de una
terrible inundación –que al parecer hubo ese año, provocado por el
Guadalquivir–, hilvane una extensa enumeración descriptiva y catastrofista que
va de los fenómenos naturales a la exposición de los cuerpos amorfos y sin vida
de personas y animales. Sólo en el último verso del soneto entendemos que el
desmesurado catálogo de calamidades no es más que un motivo que sirve de
comparación hiperbólica con las penurias amorosas del enunciador (“cuidados”)
–la misma técnica de escondimiento y revelación final del sujeto encontramos en
su famoso “Descaminado, enfermo, peregrino” (1594)–. Compárese el deleite de la
visión y el desorden barroco con que Góngora presenta el devastado paisaje con
las inquietantes visiones apocalípticas de los “Triunfos de la muerte” de Buffalmacco o Brueghel el viejo, o los cuadros sobre el diluvio universal pintados por Michelangelo o Nicolas Poussin. Sin duda, la comparación no desagradaría al poeta cordobés, probable aficionado a la pintura, quien en motivo del retrato que le hizo un
pintor flamenco para la portada del Manuscrito Chacón escribiría
un soneto sobre la capacidad que posee el arte para reproducir la vida: “Hurtas
mi vulto, y cuanto más le debe” (1620). En éste, la reflexión sobre la creación
artística implica una desalentadora aceptación de la condición humana ligada a
su capacidad sensorial: “quien más ve, quien más oye, menos dura” (v. 14), es
decir, los seres sensitivos son, por definición, perecederos mientras que el
cuadro inerte está llamado a perdurar. Don Luis da cuenta, así, del valor
material y simbólico (Blanco, 2004b) que la pintura adquirió en el siglo XVII y
dignifica de este modo el poder del arte –y por extrapolación de la literatura–
y la perennidad de sus obras.
Como ya indicara Federico García Lorca (1984: 96) hace
casi un siglo, lo que atrae la atención del lector contemporáneo en la poesía
de Góngora es el uso de la “imagen poética”, innovadora, sugerente, que
“armoniza y hace plásticos, de una manera a veces hasta violenta, los mundos
más distintos”. Esta misma relación entre dos “mundos” alejados que abunda en
el estilo de don Luis, es lo que el teórico más perspicaz del Siglo de Oro
español, Baltasar Gracián ([1642] 1998: 140), denominaría “concepto”, o sea: “una
primorosa concordancia, [...] una armónica correlación entre dos o tres
cognoscibles extremos, expresada por un acto del entendimiento”. Y esta
poética, basada en la imagen, la llevará el cordobés a su máxima potencia en
sus denominados poemas mayores, es decir, el Polifemo y las Soledades.
Como ya hemos advertido, estas son las obras que definirán el estilo culterano
y que supondrán una gran oleada de imitaciones, no sólo en la lírica del
seiscientos, sino también en la narrativa breve del siglo (Bonilla, 2010), un
estilo cuya armazón retórica se basará en el uso generalizado de cultismos
–léxicos y sintácticos–, hipérbatos, metáforas, perífrasis –mitológicas,
populares y científicas–, oxímoros, hipálages, y en ciertos estilemas
sintácticos gongorinos como las estructuras bimembres o las fórmulas lógicas
del tipo: ‘si A, no B’, ‘si no A, B’, ‘A, sino B’ (cfr. Ponce Cárdenas, 2001).
A esto hay que añadir otra característica de la nueva poesía gongorina: la
debilitación de la narratividad de los poemas bajo la tupida espesura verbal de
los versos que obligará al lector a un juego de desciframiento erudito para
poder deslindar el referente en el umbral de la ininteligibilidad. Ahí radica,
en esencia, la dificultad gongorina, o lo que, en boca de los preceptistas
auriseculares, será denominada de manera desdeñosa su obscuritas –vicio del lenguaje que atentaba contra la perspicuitas, o claridad, en las
retóricas clásicas (cfr. Roses Lozano, 1994).
La Fábula de Polifemo y
Galatea (1612)
es el primero de sus poemas mayores y en él Góngora usa el pretexto mitológico
como narración mínima para levantar una densa urdimbre lírica, en el que cada
descripción de los personajes y de sus acciones, así como de los elementos
naturales, se convierte en motivo para una recreación poética del mundo,
aprehendido por los sentidos. La historia homérica, que ha sido reproducida con
variaciones en numerosas esculturas, lienzos, zarzuelas [“Antonio Literes, Acis y Galatea, 1708”] y óperas [“Hans Georg Händel, Acis y Galatea, 1731: Aria de Polifemo”] ,
es breve: en Sicilia, el cíclope Polifemo se enamora de la ninfa Galatea, pero
al descubrir que ella yace amorosamente con Acis, lo sepulta bajo una roca, y
éste, tras su muerte, se convertirá en un dios-río. A lo largo de las sesenta y
tres octavas reales que lo conforman –más de quinientos versos– Góngora nos
conduce, a través de los “itinerarios de la visión” por un mundo metaforizado
de colores, vegetales, animales, piedras, alimentos y sonidos (Cancelliere,
2006). Así, por ejemplo, en la descripción de Polifemo, debido a su robustez y
a sus desmesuradas proporciones, recurre a una cadena de metáforas geológicas
extremadamente coherentes, en una exhibición de virtuosismo conceptista, o lo
que Severo Sarduy (1969) llamaría la “metáfora al cuadrado”: Polifemo es
descrito como un monte “de miembros eminente” (v. 49), de lo que derivará que
su único ojo sea comparado al sol (añadiendo a la metáfora clásica de los ojos
una relación más: el tamaño desorbitado del suyo), e igualmente su cabello se
convertirá en “imitador undoso / de las obscuras aguas del Leteo” (vv. 57-58),
pues si la tradición mandaba que el río fuera la metáfora preferente del pelo,
éste debía, por dimensión y por color, ser el río Leteo, el insondable arroyo del
Hades. Además, siguiendo la metáfora orográfica, si Polifemo es un monte,
también sus barbas serán un torrente, pero un torrente “que, adusto hijo de
este Pirineo, / su pecho inunda” (vv. 62-63) con lo que Góngora logra
establecer una tercera relación en la metáfora que asemeja ‘pelo’ y ‘río’: 1)
la ondulación (base tradicional), 2) las proporciones geológicas de Polifemo y
3) el color negro de su barba, mediante la alusión al Pirineo, cuya etimología
según ciertas versiones –recogidas por Estrabón y Diodoro Sículo– remite a un
incendio originario, y corroborada por el cultismo “adusto” (adustus en latín significa ‘quemado’),
que por tanto alude a la negritud de la barba mediante la construcción de un
oxímoron: es un río (por lo “undoso”) pero quemado (pues tiene el color de lo
carbonizado, lo “adusto”). Metáfora, por tanto, más que al cuadrado, al cubo,
que completa la serie de la descripción de Polifemo, en la que hemos encontrado
un intenso claroscuro cromático (el luciente sol, la negritud del pelo) y una
variada gama de elementos referidos a la materialidad del mundo táctil, (lo
sólido del monte, lo etéreo de la luz, lo líquido del agua), como si se tratara
del Goliat pintado por Caravaggio.
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Cabe
contrastar esta descripción con la de Galatea (estrofa 14), en la que Góngora
usará una paleta reducida a los colores tipificados de la tradición, pero
intensificados en dos versos que los condensan: “duda el Amor cuál más su color
sea, / si púrpura nevada, o nieve roja” (vv. 107-108). Tan puros y relumbrantes
son el blanco de su piel y el rojo de sus labios, que llegan a confundirse en
una misma mancha de color –eso es lo que expresan las metáforas del segundo
verso, en una perfecta estructura bimembre, con paralelismo morfológico
(sust.+adj., sust.+adj.) pero quiasmo semántico (rojo+blanco, blanco+rojo)–. No
faltarán, sin embargo, a lo largo del poema, alusiones a todos los sentidos
posibles: el gusto, en la evocación de los frutos de la undécima estrofa; el
oído, referido en el “el trueno de la voz” que es el horrendo canto de Polifemo
(estrofas 45-59); o la sensualidad y el erotismo del encuentro amoroso entre
Acis y Galatea (estrofas 40-42).
Pero, sin duda alguna, el proyecto poético más ambicioso, y también el más controvertido, de Góngora iban a ser sus Soledades (1613). Planteada en cuatro partes, el cordobés sólo terminó la primera y dejó truncada, sin que aún sepamos el motivo, la “Segunda soledad” en el verso 979 –que, junto con la primera, suman 2019 versos. En ésta, encontramos los mismos aspectos compositivos que en el Polifemo, pero dos serán las principales aportaciones: la novedad y simpleza de la trama y el uso de la silva como forma métrica. Respecto al contenido narrativo, las Soledades relatan la llegada de un anónimo náufrago a una tierra de pastores que le dan cobijo y su descubrimiento de los parajes de la zona, donde contempla a jóvenes serranas, escucha el discurso de su huésped sobre la temeridad humana y el peligro del mar, asiste a una suntuosa boda (“Primera Soledad”), cruza un río en compañía de los cabreros, asiste a las faenas de los pescadores, oye dulces cantos de amor y contempla una escena de caza (con la que queda interrumpida la “Segunda Soledad”). Sorprende la trama por la indefinición del protagonista y por su rechazo a adecuarse a cualquier género clásico, hecho que provocó las más dispares elucubraciones entre sus comentaristas sobre si era poema épico, bucólico o lírico y que ha seguido preocupando a los críticos contemporáneos (cfr. Ly, 1985).
Por otro lado, no es menos preciable el hecho de que el poeta compusiera las Soledades empleando la silva como cauce métrico, cuya volubilidad permitía variaciones en el empleo de los heptasílabos y endecasílabos así como libres modelaciones estróficas según la extensión del contenido episódico. Este molde, que en España había sido apenas ensayado en traducciones y en algunos poemas más breves (cfr. Egido, 1989) –incluso en alguno del propio don Luis– y cuyo empleo se generalizaría a partir del impulso gongorino, fue acusada de incitar a la improvisación por su fácil variabilidad en el uso del metro y la rima. Pero no hay que olvidar que una de las búsquedas del barroco artístico es precisamente en pos de formas y géneros que permitan expresarse con mayor libertad individual y ofrecer novedades respecto a la norma renacentista, como ocurrirá, en el caso de la música, con la popularización de géneros como el preludio o la fuga, basados igualmente en la improvisación, en la ornamentación y en el juego de repetición y variación sobre un motivo. En este sentido podemos comparar la música estructural de las Soledades con la obra del compositor que elevó a género autónomo el “preludio y fuga”, es decir, El clave bien temperado (Das wohltemperierte Klavier, 1722-1744), de Johann Sebastian Bach. Con sendas obras, los autores reivindicarán la autonomía del lenguaje artístico, la inspiración de largo aliento y la búsqueda de recursos nuevos, en composiciones que desafían con juegos intertextuales a la tradición, que exploran los rincones de la expresión artística –todas las tonalidades mayores y menores en Bach, todas las posibilidades de la metáfora en Góngora–, y que reducen el contenido a mero motivo al servicio de la técnica, en la variación del contrapunto, del alemán, y en las pocas ideas recurrentes del poema del cordobés –la contemplación estoica de la vida, el goce de los placeres sensoriales, el tópico de “alabanza de aldea y menosprecio de corte”–, siempre dispuestas para generar la imagen poética o el juego conceptuoso.
Por otro lado, en las Soledades, como en el Polifemo, la visión sigue siendo el sentido primordial y el vínculo entre el personaje central y el mundo que lo rodea, característica que subrayaría Jáuregui ([1615] 2002: 7) en forma de acusación: “Este fue al mar y vino del mar, sin que sepáis cómo ni para qué: él no sirve sino de mirón”. Lo argumentará, sin embargo, Francisco Fernández de Córdoba ([1616] 1925: 406), el Abad de Rute, apelando al horaciano tópico ut pictura poesis: “La poesía en particular es pintura que habla, y si alguna en particular lo es, lo es ésta” (). En la descripción de la naturaleza se puede observar la reducción del paisaje a un colorismo casi abstracto mediante las metáforas lexicalizadas (los ríos son “cristal”, o “plata”, “orladas sus orillas de frutales”, las llanuras son “campos undosos” o “telas hechas, antes que en flor, en lino”, el cielo es “papel dïáfano” en el que las aves escriben con “las plumas de su vuelo”). Si bien se puede comparar el papel del paisaje de las Soledades con la importancia que le dieron algunos pintores de su época como Brueghel (Los cosechadores), Rubens (Paisaje con el arco iris) o Jakob von Ruysdael (Veleros junto a una aldea), lo cierto es que, por su “brillantez colorista” en la que los colores “son todos puros, vívidos, frescos”, sin “colores quebrados” (Alonso, 1982: 79), habrá que esperar a obras como las de Cézanne o Matisse para poder encontrar parangón pictórico de la exaltación cromática de sus colores primarios.
Pero, sin duda alguna, el proyecto poético más ambicioso, y también el más controvertido, de Góngora iban a ser sus Soledades (1613). Planteada en cuatro partes, el cordobés sólo terminó la primera y dejó truncada, sin que aún sepamos el motivo, la “Segunda soledad” en el verso 979 –que, junto con la primera, suman 2019 versos. En ésta, encontramos los mismos aspectos compositivos que en el Polifemo, pero dos serán las principales aportaciones: la novedad y simpleza de la trama y el uso de la silva como forma métrica. Respecto al contenido narrativo, las Soledades relatan la llegada de un anónimo náufrago a una tierra de pastores que le dan cobijo y su descubrimiento de los parajes de la zona, donde contempla a jóvenes serranas, escucha el discurso de su huésped sobre la temeridad humana y el peligro del mar, asiste a una suntuosa boda (“Primera Soledad”), cruza un río en compañía de los cabreros, asiste a las faenas de los pescadores, oye dulces cantos de amor y contempla una escena de caza (con la que queda interrumpida la “Segunda Soledad”). Sorprende la trama por la indefinición del protagonista y por su rechazo a adecuarse a cualquier género clásico, hecho que provocó las más dispares elucubraciones entre sus comentaristas sobre si era poema épico, bucólico o lírico y que ha seguido preocupando a los críticos contemporáneos (cfr. Ly, 1985).
Por otro lado, no es menos preciable el hecho de que el poeta compusiera las Soledades empleando la silva como cauce métrico, cuya volubilidad permitía variaciones en el empleo de los heptasílabos y endecasílabos así como libres modelaciones estróficas según la extensión del contenido episódico. Este molde, que en España había sido apenas ensayado en traducciones y en algunos poemas más breves (cfr. Egido, 1989) –incluso en alguno del propio don Luis– y cuyo empleo se generalizaría a partir del impulso gongorino, fue acusada de incitar a la improvisación por su fácil variabilidad en el uso del metro y la rima. Pero no hay que olvidar que una de las búsquedas del barroco artístico es precisamente en pos de formas y géneros que permitan expresarse con mayor libertad individual y ofrecer novedades respecto a la norma renacentista, como ocurrirá, en el caso de la música, con la popularización de géneros como el preludio o la fuga, basados igualmente en la improvisación, en la ornamentación y en el juego de repetición y variación sobre un motivo. En este sentido podemos comparar la música estructural de las Soledades con la obra del compositor que elevó a género autónomo el “preludio y fuga”, es decir, El clave bien temperado (Das wohltemperierte Klavier, 1722-1744), de Johann Sebastian Bach. Con sendas obras, los autores reivindicarán la autonomía del lenguaje artístico, la inspiración de largo aliento y la búsqueda de recursos nuevos, en composiciones que desafían con juegos intertextuales a la tradición, que exploran los rincones de la expresión artística –todas las tonalidades mayores y menores en Bach, todas las posibilidades de la metáfora en Góngora–, y que reducen el contenido a mero motivo al servicio de la técnica, en la variación del contrapunto, del alemán, y en las pocas ideas recurrentes del poema del cordobés –la contemplación estoica de la vida, el goce de los placeres sensoriales, el tópico de “alabanza de aldea y menosprecio de corte”–, siempre dispuestas para generar la imagen poética o el juego conceptuoso.
Por otro lado, en las Soledades, como en el Polifemo, la visión sigue siendo el sentido primordial y el vínculo entre el personaje central y el mundo que lo rodea, característica que subrayaría Jáuregui ([1615] 2002: 7) en forma de acusación: “Este fue al mar y vino del mar, sin que sepáis cómo ni para qué: él no sirve sino de mirón”. Lo argumentará, sin embargo, Francisco Fernández de Córdoba ([1616] 1925: 406), el Abad de Rute, apelando al horaciano tópico ut pictura poesis: “La poesía en particular es pintura que habla, y si alguna en particular lo es, lo es ésta” (). En la descripción de la naturaleza se puede observar la reducción del paisaje a un colorismo casi abstracto mediante las metáforas lexicalizadas (los ríos son “cristal”, o “plata”, “orladas sus orillas de frutales”, las llanuras son “campos undosos” o “telas hechas, antes que en flor, en lino”, el cielo es “papel dïáfano” en el que las aves escriben con “las plumas de su vuelo”). Si bien se puede comparar el papel del paisaje de las Soledades con la importancia que le dieron algunos pintores de su época como Brueghel (Los cosechadores), Rubens (Paisaje con el arco iris) o Jakob von Ruysdael (Veleros junto a una aldea), lo cierto es que, por su “brillantez colorista” en la que los colores “son todos puros, vívidos, frescos”, sin “colores quebrados” (Alonso, 1982: 79), habrá que esperar a obras como las de Cézanne o Matisse para poder encontrar parangón pictórico de la exaltación cromática de sus colores primarios.
No nos
podemos olvidar, como ya vimos en el Polifemo,
de la presencia igualmente exuberante de los demás sentidos en el poema: el
gusto, en el banquete nupcial al que asiste el peregrino (vv. 858-882), el oído
en los coros (vv. 766-844) o en los discursos de los pastores (vv. 366-502), la
sensualidad de la danza (vv. 883-942) y la fuerza de la lucha ofrecidas a los
esposos (vv. 963-1072)… Todo descrito al detalle y evocado mediante metáforas
intensificadoras, en este proceso gongorino de captación y transformación de la
realidad elevada a objeto estético, cuyo máximo exponente son sin duda sus Soledades.
3.2. Alusiones bajocorporales en la poesía burlesca de Góngora
Si hasta aquí hemos analizado los mecanismos de
aprehensión de la realidad perceptiva y su transformación estética en la poesía
culta de Góngora, no podemos dejar de mencionar también la poesía en metro
popular que el cordobés escribió durante toda su vida. En este tipo de
composición, el poeta hallará en géneros como el romance y la letrilla cauce
para dar forma a una muy variada tipología de temas: narraciones exóticas o
amorosas, críticas de estados, poemas religiosos en motivo de festividades,
versos burlescos y “picariles” o fábulas mitológicas serias o jocosas. Si en
los poemas cultos veíamos que don Luis gustaba de identificar su quehacer
poético con instrumentos musicales como la trompa o la lira, en este tipo de
poemas, que ya no iban dirigidos a un receptor cultivado sino a la mayoría del público
–muchas veces oyentes y no lectores–, recurrirá a la analogía de instrumentos
asimismo populares como la gaita –“Para cuando haga el son / la gaita
murmuradora /y más sorda que sonora /cantaré mi condición.” (vv. 5-8, [LL]: 144)–, la bandurria –“Ahora que
estoy despacio / cantar quiero en mi bandurria…” (vv. 1-2, [RR], I: 442)– la vihuela –“Ya de mi
dulce instrumento / cada cuerda es un cordel, / y, en vez de vihuela, él / es
potro de dar tormento” (vv. 1-4, [LL]:
83)– o la guitarra –“De Tisbe y Píramo quiero, / si quisiere mi guitarra, / cantaros
la historia…” (vv. 1-3, [RR], II:
149). Es conocido que Góngora gustaba de la música y es probable que tocase la
bandurria en un momento en el que la música hispánica, más popular, desenfadada
y melódica, adquiere una gran presencia con la guitarra
y la bandurria como protagonistas y con géneros nuevos como la españoleta, la
seguidilla o la zarabanda.
De hecho, en los folios 433-438 de un importante manuscrito gongorino, el 4118
de la Biblioteca Nacional, se hallaron tres tablaturas –una gallarda,
una jácara y un pasacalle– presumiblemente compuestas por el poeta cordobés y
que han sido recientemente interpretadas por el grupo Cinco Siglos.
Lo importante, en todo caso, es notar que don Luis utiliza la dimensión popular de la poesía para proponer una iconografía distinta, desenfadada y a veces subversiva, respecto la tradición lírica anterior. Y eso mismo hará también con repetidas alusiones a ámbitos sensoriales como son la gastronomía, la escatología y el erotismo, en especial en sus poemas burlescos. Es lo que Mijaíl Bajtín ([1941] 1987: 305-362), en su estudio sobre la cultura popular y la obra literaria de Rabelais identificó como referencias a lo “inferior material y corporal” –es decir, que remiten a lo púdicamente individual del cuerpo humano– en contraposición a los discursos hegemónicos impuestos que tienen que ver con lo superior espiritual y trascendental. Efectivamente, la poesía burlesca gongorina se caracteriza por una cosmovisión epicúrea de alabanza de los placeres mundanos y por un rechazo de “todos los valores establecidos” (Jammes, 1987: 39), cosa que le proporcionó ya en vida una reputación de autor “mordaz y maldiciente”. En ésta, el sujeto gongorino se reivindica a través del cuerpo en contra de los discursos oficiales, ya sean estos culturales, políticos o morales, generando el efecto cómico por contraposición. Esta oposición a los discursos autoritarios y la cadencia fácil y juguetona del verso popular es, sin duda, lo que inclinó al cantautor Paco Ibáñez a musicar dos poemas como el “Ándeme yo caliente” o “Déjame en paz amor tirano”.
Lo importante, en todo caso, es notar que don Luis utiliza la dimensión popular de la poesía para proponer una iconografía distinta, desenfadada y a veces subversiva, respecto la tradición lírica anterior. Y eso mismo hará también con repetidas alusiones a ámbitos sensoriales como son la gastronomía, la escatología y el erotismo, en especial en sus poemas burlescos. Es lo que Mijaíl Bajtín ([1941] 1987: 305-362), en su estudio sobre la cultura popular y la obra literaria de Rabelais identificó como referencias a lo “inferior material y corporal” –es decir, que remiten a lo púdicamente individual del cuerpo humano– en contraposición a los discursos hegemónicos impuestos que tienen que ver con lo superior espiritual y trascendental. Efectivamente, la poesía burlesca gongorina se caracteriza por una cosmovisión epicúrea de alabanza de los placeres mundanos y por un rechazo de “todos los valores establecidos” (Jammes, 1987: 39), cosa que le proporcionó ya en vida una reputación de autor “mordaz y maldiciente”. En ésta, el sujeto gongorino se reivindica a través del cuerpo en contra de los discursos oficiales, ya sean estos culturales, políticos o morales, generando el efecto cómico por contraposición. Esta oposición a los discursos autoritarios y la cadencia fácil y juguetona del verso popular es, sin duda, lo que inclinó al cantautor Paco Ibáñez a musicar dos poemas como el “Ándeme yo caliente” o “Déjame en paz amor tirano”.
Contra el discurso de la alta cultura, Góngora
antepone el placer de la gula o imágenes escatológicas. Por ejemplo, las dos
únicas veces que don Luis nombra a Platón en su obra, lo hace para crear un
juego de palabras relacionado con la comida, como en la letrilla “Ya de mi
dulce instrumento” (1595): “y si acaso a doña Justa / algo entre platos le
viene, / deja la verdad, y tiene / a Platón por más amigo (vv. 83-87, [LL]: 85). Igualmente, ironizará contra
la pedantería en el romance “Ahora que estoy despacio” (1588): “y con el
beneficiado, / que era doctor por Osuna, / sobre Antonio de Lebrija / tenía
cien mil disputas./ Argüíamos también, / metidos en más honduras, / si se
podían comer / espárragos sin la bula” (vv. 45-53, [RR], I: 446). En estos poemas, en lugar de reclamar su erudición,
el sujeto gongorino se define, como si de una pintura de Arcimboldo se
tratase, por su relación hedonista con los alimentos: “plumas doctas y eruditas
/ gasten, que de mí sabrán / que es mi aforismo el refrán: / vivir bien, beber
mejor” (letrilla “Buena orina y buen color”, de 1591, vv. 27-30, [OC], I: 134). No podemos indicar aquí
todos los manjares aludidos en el “festín poético gongorino” (cfr.
Chaffee-Sorace, 1990), entre los que encontramos “morcillas”, “leche de
borrica”, “peras”, “membrillos”, “mantequillas”, etc., que también usa para
contraponer la modesta felicidad del placer a la avaricia de la corte, como en
la famosa letrilla juvenil antes mencionada “Ándeme yo caliente” (1581) –“Traten
otros del gobierno / del mundo y sus monarquías, / mientras gobiernan mis días
/ mantequillas y pan tierno” (vv. 4-7, [LL]:
115)–, o como en un soneto despechado de 1609:
“Adiós, corte envainada en una villa, / adiós, toril de los que has sido prado,
/ que en mi rincón me espera una morcilla” (vv. 12-14, [S.C.]: 181).
|
Estamos
muy lejos de la transformación esteticista por los sentidos que el poeta
propone en su poesía culta. Aquí se trata más bien de subvertir los discursos
instaurados a través de la alusión escandalosa a lo bajocorporal, cuya
concreción material contrasta con el universo moral al que desafía, para
reclamar la libertad individual. Además, la verdadera subversión gongorina “no
estriba simplemente en nombrar lo prohibido o regocijarse en ello […], sino en
establecer entre la seriedad y la burla, entre lo importante y lo chocarrero,
una frontera inexistente, límite donde naufraga cualquier identidad” (Luján
Atienza, 2006: 57). Ejemplo de ello serán las metáforas escatológicas que
Góngora usará para referirse a la creación poética, propia o ajena, atacando
así la clásica imagen idealizada del poeta inspirado, siempre mediante una
perífrasis ingeniosa o un juego conceptista: “Aunque entiendo poco griego / en
mis greguescos he hallado / ciertos versos de Museo / ni muy duros ni muy
blandos” (vv. 1-4, [RR], II: 225). Lo
mismo expondrá en su romance más irreverente, “Hanme dicho hermanas” (1587) en
el que un relato pretendidamente autobiográfico en motivo del éxito de otro
romance suyo –el que empieza “Hermana Marica” (1580)–, permite al poeta
presentarse a sí mismo en tercera persona de esta manera: “Es fiero poeta, / si
lo hay en la Libia, / y cuando lo toma / su mal de poesía, / hace verso suelto /
con Alejandría, / y con algarrobas / hace redondillas” (vv. 229-236, [RR], I: 436-437). En este caso el juego
conceptista se construye a partir de la anfibología –o doble sentido– del “verso
suelto” y de las “redondillas”, remarcada por la alusión a las “algarrobas” y a
la rosa de “Alejandría”, dos plantas purgativas, que desvelan la condición
excremental de sus versos. El acto de escritura ha quedado así comparado con la
necesidad fisiológica más primaria, inhabilitando cualquier concepción sobre el
origen divino de la inspiración –furor–
del poeta. En el mismo poema también observamos cómo la alusión al
comportamiento sexual se contrapone de manera escandalosa e hilarante a la
liturgia religiosa cuando leemos: “Es su reverencia / un gran canonista, / porque
en Salamanca / oyó Teología, / sin perder mañana / su lección de prima, / y al
anochecer, / lección de sobrina” (vv. 165-172, [RR], I: 432). Esta vez el concepto se dispone en torno al doble
sentido de “prima” –la primera misa del día pero también la femenina figura de
parentesco– provocado por la posterior evocación de la “sobrina” y el
“anochecer”. Otro juego irreverente, por escatológico, en relación a la
institución religiosa lo encontramos en un romance dedicado al río Tajo, en el
que el enunciador dirá: “llamado sois con razón, / de todos, sagrado río, /
pues que pasáis por en medio / del ojo del Arzobispo” (vv. 19-20, ([RR], I: 550-556). La doble lectura
reside en que el “ojo del Arzobispo” alude a la cavidad de un puente llamado
del Arzobispo que había en Toledo, pero que le permite así aludir al origen
fecal del río, al que a lo largo del romance se empeña en desmitificar, pues desde
Garcilaso el Tajo había sido por antonomasia el arroyo donde se recreaban las
ninfas, los amantes lloraban y los poetas se inspiraban. Góngora vuelve a
mostrar su inclinación por la desarticulación de los tópicos idealistas y
presenta la imagen realista del río –como hará también con el Manzanares–,
convertido en aguas residuales, y aprovecha para, en su búsqueda del efecto
cómico, establecer juegos de sentido con el campo semántico cristiano –“más
leído que el Christus”, “peregrinos”,
“ciervos de Jesucristo”.
La poesía burlesca de Góngora está plagada de estas imágenes ingeniosas y provocadoras que atentan siempre contra los discursos e instituciones de control ideológico –cultural, político y religioso– y jamás contra los débiles del entramado social. Por ello mismo su primera edición impresa, la ya mencionada de Vicuña, fue prohibida por los censores inquisitoriales, Fray Hernando Horio y el Padre Pineda, por contener poesías “obscenas”, “deshonestas”, “indignas”, “escandalosas”, “temerarias”, “heréticas” y “sospechosas en la fe católica”. Hoy en día, sin embargo, nos transmiten la viveza de un librepensador, exaltador de los placeres y los sentidos, que no se subyuga a las estrecheces de la moral ortodoxa dominante y que utiliza la risa y la inteligencia para establecer dobles sentidos y ambiguas perífrasis que le permitan el sutil juego del decir sin decir. Lo que nos importa, en todo caso, es observar que los sentidos exaltados en la poesía burlesca popular de Góngora son muy otros que los que encontrábamos en sus poemas cultos, en los que imperaban la vista y el oído –abstractos y contemplativos por definición. En ella los vínculos sensoriales con el mundo referirán a lo material y a lo corpóreo a través de la gastronomía –gusto–, la escatología y la sexualidad –tacto–, lo cual impedirá el regocijo formal en el uso del lenguaje que veíamos en los poemas mayores, para articular una poética sagaz e irónica de alusiones y elusiones. Como señalamos anteriormente, la diferencia de estilos, contenido e intención estética está en la poesía de Góngora acorde con la diversidad que el campo literario español de finales de siglo XVI y principios del XVII permitía. Lo que tendrán, sin embargo, en común es que en ambas propuestas el lector se convierte en una pieza clave de la comunicación literaria, pues en ambas deberá ser copartícipe en la construcción del sentido –en la poética culta, descifrando la maraña de tropos y figuras en busca del referente y, en la burlesca, rellenando el significado de las perífrasis y deshaciendo las ambigüedades cómicas. Ambas poéticas quedarán, sin embargo, magistralmente mezcladas en su mencionado romance sobre la Fábula de Píramo y Tisbe (1618), ejemplo mayor del subgénero del epilio burlesco y del estilo “jocoserio”.
La poesía burlesca de Góngora está plagada de estas imágenes ingeniosas y provocadoras que atentan siempre contra los discursos e instituciones de control ideológico –cultural, político y religioso– y jamás contra los débiles del entramado social. Por ello mismo su primera edición impresa, la ya mencionada de Vicuña, fue prohibida por los censores inquisitoriales, Fray Hernando Horio y el Padre Pineda, por contener poesías “obscenas”, “deshonestas”, “indignas”, “escandalosas”, “temerarias”, “heréticas” y “sospechosas en la fe católica”. Hoy en día, sin embargo, nos transmiten la viveza de un librepensador, exaltador de los placeres y los sentidos, que no se subyuga a las estrecheces de la moral ortodoxa dominante y que utiliza la risa y la inteligencia para establecer dobles sentidos y ambiguas perífrasis que le permitan el sutil juego del decir sin decir. Lo que nos importa, en todo caso, es observar que los sentidos exaltados en la poesía burlesca popular de Góngora son muy otros que los que encontrábamos en sus poemas cultos, en los que imperaban la vista y el oído –abstractos y contemplativos por definición. En ella los vínculos sensoriales con el mundo referirán a lo material y a lo corpóreo a través de la gastronomía –gusto–, la escatología y la sexualidad –tacto–, lo cual impedirá el regocijo formal en el uso del lenguaje que veíamos en los poemas mayores, para articular una poética sagaz e irónica de alusiones y elusiones. Como señalamos anteriormente, la diferencia de estilos, contenido e intención estética está en la poesía de Góngora acorde con la diversidad que el campo literario español de finales de siglo XVI y principios del XVII permitía. Lo que tendrán, sin embargo, en común es que en ambas propuestas el lector se convierte en una pieza clave de la comunicación literaria, pues en ambas deberá ser copartícipe en la construcción del sentido –en la poética culta, descifrando la maraña de tropos y figuras en busca del referente y, en la burlesca, rellenando el significado de las perífrasis y deshaciendo las ambigüedades cómicas. Ambas poéticas quedarán, sin embargo, magistralmente mezcladas en su mencionado romance sobre la Fábula de Píramo y Tisbe (1618), ejemplo mayor del subgénero del epilio burlesco y del estilo “jocoserio”.
4. Góngora: recepción y pervivencia en la literatura y las artes
Como hemos señalando antes, la recepción de Góngora fue
tremendamente desigual en los cuatro siglos que lo separan de nuestros días.
Podemos generalizar que, mientras en el siglo XVII sería aclamado por muchos de
sus coetáneos e imitado por muchos más, los siglos XVIII y XIX lo condenarían
por poeta oscuro y afectado. Sólo en el siglo XX recuperará el cordobés su plaza
en el canon poético español, en un proceso que se iniciaría a finales del siglo
anterior con la revalorización por parte de poetas extranjeros como los
franceses Verlaine y Móreas o el nicaragüense Rubén Darío. Efectivamente, desde
la modernidad estética, con la investigación sobre el lenguaje artístico y la
voluntad de transgresión con lo clásico que ésta supondrá, se recuperará la
obra culterana de Góngora, al que se verá como a un precursor injustamente
tratado por siglos de mediocre crítica literaria. Como hemos indicado, los
principales agentes de esta recuperación serán los jóvenes poetas de los años
veinte que culminan su proclama generacional precisamente en un acto dedicado
al cordobés en el Ateneo de Sevilla en motivo del tercer centenario de su
muerte (1927). Desde entonces muchos estudios se han dedicado a analizar la
relación entre la desde entonces llamada generación del 27 y Góngora, entre los
que podemos mencionar el primero, de Elsa Dehennin (1962), y uno de los más
recientes, editado por Soria Olmedo (2007). Pero también hubo artistas de otras
disciplinas que se sumaron a la recuperación y vindicación del poeta, como Pablo Picasso o Juan Gris,
desde las artes plásticas, o el ya mencionado Manuel de Falla, Óscar Esplá y Fernando Remacha,
desde la música. Posteriormente, otros artistas plásticos seguirán interesados
en la figura del poeta cordobés a lo largo del siglo, y del siguiente, como Antonio Villa-Toro o
como los autores de la exposición que presentó la cordobesa Sala Mateo Inurria en
2010, con más de veinte obras inspiradas en el autor de las Soledades y cuyo catalógo se puede
consultar en el libro Imagen de Góngora.
Igualmente, en música podemos destacar la canción del grupo Hydrogenesse titulada “Góngora”
–“Gimnàstica passiva” (2002)– que pone melodía y ritmo a dos estrofas (42 y 24)
del Polifemo en lo que supone la
primera incursión de los versos del cordobés en el pop electrónico.
Pero no
cabe duda de que será en el terreno de la literatura, y en especial el de la
poesía, donde la estela de Góngora dejará mayor huella, pues es el hallazgo de
las posibilidades expresivas del signo lingüístico lo que el poeta legaría a la
posteridad de sus lectores. Tanto que, si exceptuamos algunos casos aislados
del primer novecientos, podríamos decir que de alguna manera toda la poesía
hispánica contemporánea está atravesada por la influyente figura del cordobés.
Precisamente, Carlos Clementson (2011) ha publicado una reciente antología de
versos del siglo XX que dialogan de algún modo con él o que se proponen a modo
de homenaje. En ella, podemos encontrar, a lo largo de distintos países y
movimientos poéticos textos que revelan su deuda con Góngora, y vemos desfilar
una extensa nómina de los más insignes poetas, en poemas dedicados a Góngora
(Darío, Díez-Canedo, Borges) o que usan epígrafes gongorinos (Verlaine, Juan
Ramón), poemas que “imitan” el estilo culterano (D’Ors, Neruda) o que usan el
lenguaje con la misma intencionalidad (Guillén, Lezama Lima, Sarduy), poemas
que hablan de la vida del poeta (Alfonso Reyes, García Baena, Gimferrer,
Villena) y diversas continuaciones de las Soledades
o fábulas modernizadas (Lorca, Gerardo Diego, Alberti, Antonio Carvajal).
Incluso algunos poetas que pasan por haber seguido poéticas opuestas al formalismo gongorino y a la llamada poesía pura no han dejado por ello de dedicarle poemas (José Hierro, “Torres detrás de unos árboles”), imitar sus composiciones (Miguel Hernández, “Abril – gongorino”), titular un poemario con un sintagma gongorino (Ángel fieramente humano, de Blas de Otero, como es también el caso de Arde el mar, de Gimferrer) o de reescribir de manera paródica la dedicatoria de las Soledades (García Montero en “Los ochenta en soledad”, cfr. Mata, 2010). Como es lógico, la impronta gongorina no cesará con el siglo XX y en la poesía última siguen siendo observables muestras de influencia inspiradora en poetas como Luján Atienza o Carmen Jodra (cfr. Ponce Cárdenas, 2000).
Igualmente cabe señalar la importancia que tendrá Góngora en el desarrollo de la narrativa hispánica, pues sin él no es entendible un movimiento panamericano como será el neobarroco, que dará frutos líricos (Lezama Lima, Haroldo de Campos, Néstor Perlongher) pero también y sobre todo narrativos, con la aparición de una prosa recargada de figuras, de alusiones culturales, de citas intertextuales y de una compleja sintaxis –con Lezama de nuevo, y su Paradiso (1966), así como Alejo Carpentier con Concierto barrooco (1974) o Severo Sarduy con Cobra (1972). También en España la influencia gongorina ofrecerá un nuevo impulso narrativo en escritores de los años setenta y ochenta de la talla de Juan Goytisolo –especialmente en Reivindicación del Conde don Julián (1970)– o Julián Ríos –y su Larva (1983)– que hallarán en el cordobés una invitación a liberar la palabra de la “ilusión realista”, tal como afirmará, invocándolo, el primero: “imaginación y razón en ti se aúnan a tu propio servicio: palabra liberada de secular servidumbre: ilusión realista del pájaro que entra en el cuadro y picotea las uvas” (Goytisolo, [1970] 1985: 195).
Sin embargo, las artes escénicas siguen siendo la principal cuenta pendiente del cordobés, pues, a pesar de haberse estrenado obras sobre su vida como “Góngora, sombra y fulgor de un hombre” (escrita por Carlos Clementson y Francisco Benítez, 2004) o sobre su figura poética y su influencia como “A la luz de Góngora” (dirigida por Kiti Mánver, 2007), aún no se ha representado jamás la única obra teatral que el autor logró terminar, Las firmezas de Isabela.
Por otro lado, 2011 fue un año en el que, en motivo de los 450 años del nacimiento de Góngora, se realizaron numerosos actos en universidades, centros culturales y bibliotecas –el más importante, sin duda, la exposición “Góngora, la estrella inextinguible” en la Biblioteca Nacional)–, en toda España y especialmente en su ciudad natal. A parte de eventos académicos de primer orden, como el “I Congreso Internacional sobre don Luis de Góngora”, celebrado en la Universidad de Córdoba, también cabe destacar que los textos del poeta tomaron forma de música barroca por parte del grupo Ziryab, en un espectáculo titulado “Góngora: poesía y música”, así como en forma de cante flamenco en el “Jonda Soledad” (en motivo de lo “Noche blanca del flamenco” de 2011) y que se proyectó la realización de la primera película sobre su vida, Góngora, brillante oscuridad basada en la obra teatral antes mencionada y dirigida por Miguel Ángel Entrenas y estrenada en 2012.
Finalmente, tampoco han sido sordas al influjo gongorino las nuevas vías de creación poética vinculadas a las nuevas tecnologías y al mundo 2.0, y diversos creadores han compuesto piezas de poesía performativa y videoarte aplegadas sobre todo en torno a las obras que realizó el colectivo “Espacio a Rojo” –en su serie “Di/versiones”– y al festival “Cosmopoética: Soledades 2.0. No moderno artificio”, celebrado en Córdoba en 2011, que reunió composiciones de Míriam Reyes, Eugenio Tiselli o Ricardo Domeneck, entre otros. Mención aparte merece la artista Belén Gache, que le dedica al cordobés varias propuestas de poesía digital interactiva en sus “Góngora WordToys”. Por lo general, estas obras buscan reflejar la misma actitud frente al lenguaje creativo, la misma búsqueda de interacción con el lector o la misma atención a la materialidad de las cosas y las palabras, así como a la percepción a través de los sentidos, en piezas que apelan por igual a la visión y el oído, uniendo imagen, música y texto, y que parecen indicar que, pese a que las formas y los medios poéticos estén en constante transformación, la influencia e inspiración gongorina está llamada a perdurar en la poesía y las artes de las próximas décadas.
Incluso algunos poetas que pasan por haber seguido poéticas opuestas al formalismo gongorino y a la llamada poesía pura no han dejado por ello de dedicarle poemas (José Hierro, “Torres detrás de unos árboles”), imitar sus composiciones (Miguel Hernández, “Abril – gongorino”), titular un poemario con un sintagma gongorino (Ángel fieramente humano, de Blas de Otero, como es también el caso de Arde el mar, de Gimferrer) o de reescribir de manera paródica la dedicatoria de las Soledades (García Montero en “Los ochenta en soledad”, cfr. Mata, 2010). Como es lógico, la impronta gongorina no cesará con el siglo XX y en la poesía última siguen siendo observables muestras de influencia inspiradora en poetas como Luján Atienza o Carmen Jodra (cfr. Ponce Cárdenas, 2000).
Igualmente cabe señalar la importancia que tendrá Góngora en el desarrollo de la narrativa hispánica, pues sin él no es entendible un movimiento panamericano como será el neobarroco, que dará frutos líricos (Lezama Lima, Haroldo de Campos, Néstor Perlongher) pero también y sobre todo narrativos, con la aparición de una prosa recargada de figuras, de alusiones culturales, de citas intertextuales y de una compleja sintaxis –con Lezama de nuevo, y su Paradiso (1966), así como Alejo Carpentier con Concierto barrooco (1974) o Severo Sarduy con Cobra (1972). También en España la influencia gongorina ofrecerá un nuevo impulso narrativo en escritores de los años setenta y ochenta de la talla de Juan Goytisolo –especialmente en Reivindicación del Conde don Julián (1970)– o Julián Ríos –y su Larva (1983)– que hallarán en el cordobés una invitación a liberar la palabra de la “ilusión realista”, tal como afirmará, invocándolo, el primero: “imaginación y razón en ti se aúnan a tu propio servicio: palabra liberada de secular servidumbre: ilusión realista del pájaro que entra en el cuadro y picotea las uvas” (Goytisolo, [1970] 1985: 195).
Sin embargo, las artes escénicas siguen siendo la principal cuenta pendiente del cordobés, pues, a pesar de haberse estrenado obras sobre su vida como “Góngora, sombra y fulgor de un hombre” (escrita por Carlos Clementson y Francisco Benítez, 2004) o sobre su figura poética y su influencia como “A la luz de Góngora” (dirigida por Kiti Mánver, 2007), aún no se ha representado jamás la única obra teatral que el autor logró terminar, Las firmezas de Isabela.
Por otro lado, 2011 fue un año en el que, en motivo de los 450 años del nacimiento de Góngora, se realizaron numerosos actos en universidades, centros culturales y bibliotecas –el más importante, sin duda, la exposición “Góngora, la estrella inextinguible” en la Biblioteca Nacional)–, en toda España y especialmente en su ciudad natal. A parte de eventos académicos de primer orden, como el “I Congreso Internacional sobre don Luis de Góngora”, celebrado en la Universidad de Córdoba, también cabe destacar que los textos del poeta tomaron forma de música barroca por parte del grupo Ziryab, en un espectáculo titulado “Góngora: poesía y música”, así como en forma de cante flamenco en el “Jonda Soledad” (en motivo de lo “Noche blanca del flamenco” de 2011) y que se proyectó la realización de la primera película sobre su vida, Góngora, brillante oscuridad basada en la obra teatral antes mencionada y dirigida por Miguel Ángel Entrenas y estrenada en 2012.
Finalmente, tampoco han sido sordas al influjo gongorino las nuevas vías de creación poética vinculadas a las nuevas tecnologías y al mundo 2.0, y diversos creadores han compuesto piezas de poesía performativa y videoarte aplegadas sobre todo en torno a las obras que realizó el colectivo “Espacio a Rojo” –en su serie “Di/versiones”– y al festival “Cosmopoética: Soledades 2.0. No moderno artificio”, celebrado en Córdoba en 2011, que reunió composiciones de Míriam Reyes, Eugenio Tiselli o Ricardo Domeneck, entre otros. Mención aparte merece la artista Belén Gache, que le dedica al cordobés varias propuestas de poesía digital interactiva en sus “Góngora WordToys”. Por lo general, estas obras buscan reflejar la misma actitud frente al lenguaje creativo, la misma búsqueda de interacción con el lector o la misma atención a la materialidad de las cosas y las palabras, así como a la percepción a través de los sentidos, en piezas que apelan por igual a la visión y el oído, uniendo imagen, música y texto, y que parecen indicar que, pese a que las formas y los medios poéticos estén en constante transformación, la influencia e inspiración gongorina está llamada a perdurar en la poesía y las artes de las próximas décadas.
Cuestionario
1) ¿Qué relación puedes establecer entre el crecimiento
de la alfabetización y de la población cultivada en la España del siglo XVII y
la creación de poemas como las Soledades
y el Polifemo gongorinos?
2) ¿Qué importancia crees que tiene, en la obra de Góngora, la influencia de la poesía popular y la existencia de un creciente “público” de lectores y oidores?
3) ¿Por qué podemos decir que sonetos como “Mientras por competir con tu cabello” o “Cosas, Celalba mía, he visto extrañas” suponen una estilización del petrarquismo? Analiza los aspectos que constatan una continuación y los que revelan una desviación respecto a la tradición petrarquista.
4) ¿Cuáles son las características formales más importantes del estilo cultista gongorino?
5) Identifica y analiza los elementos de la descriptio puellae petrarquista en la estrofa 14 del Polifemo.
6) ¿Cuáles son los sentidos que predominan en los poemas mayores gongorinos? ¿Y en los poemas burlescos?
7) Describe el proceso de subversión de los valores que encontramos en los romances y letrillas burlescas de Góngora. ¿Qué papel juegan en ellos las alusiones corporales?
Analiza y compara:
8) El uso de la forma-soneto y del endecasílabo (la sintaxis, la unidad semántica de la estrofa, la acentuación rítmica) en “Escrito está en mi alma vuestro gesto”, de Garcilaso, y “Prisión del nácar era, aljofarado”, de Góngora.
9) La descriptio puellae de los sonetos: “En tanto que de rosa y azucena”, de Garcilaso, y “Mientras por competir con tu cabello”, de Góngora.
10) El tratamiento y la función de los alimentos en “Ándeme yo caliente” y en el banquete nupcial de las Soledades (vv. 858-882).
2) ¿Qué importancia crees que tiene, en la obra de Góngora, la influencia de la poesía popular y la existencia de un creciente “público” de lectores y oidores?
3) ¿Por qué podemos decir que sonetos como “Mientras por competir con tu cabello” o “Cosas, Celalba mía, he visto extrañas” suponen una estilización del petrarquismo? Analiza los aspectos que constatan una continuación y los que revelan una desviación respecto a la tradición petrarquista.
4) ¿Cuáles son las características formales más importantes del estilo cultista gongorino?
5) Identifica y analiza los elementos de la descriptio puellae petrarquista en la estrofa 14 del Polifemo.
6) ¿Cuáles son los sentidos que predominan en los poemas mayores gongorinos? ¿Y en los poemas burlescos?
7) Describe el proceso de subversión de los valores que encontramos en los romances y letrillas burlescas de Góngora. ¿Qué papel juegan en ellos las alusiones corporales?
Analiza y compara:
8) El uso de la forma-soneto y del endecasílabo (la sintaxis, la unidad semántica de la estrofa, la acentuación rítmica) en “Escrito está en mi alma vuestro gesto”, de Garcilaso, y “Prisión del nácar era, aljofarado”, de Góngora.
9) La descriptio puellae de los sonetos: “En tanto que de rosa y azucena”, de Garcilaso, y “Mientras por competir con tu cabello”, de Góngora.
10) El tratamiento y la función de los alimentos en “Ándeme yo caliente” y en el banquete nupcial de las Soledades (vv. 858-882).
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